Algunas de las prácticas más extremas de la pornografía hardcore, como la felación con asfixia por obstrucción de la nariz o la introducción de objetos de gran tamaño por vagina y ano, parecen escenificar una prueba de resistencia de la materia viva, intentan mediante todos los medios llegar a los limites del cuerpo e, incluso más allá, superar, trascender la propia existencia corporal. La esperanza, la utopía de la creación de un nuevo cuerpo glorioso, a partir del martirio y la desintegración, privado de toda utilidad, inútil por completo, inoperante, que dan a la pornografía un cariz religioso, de creencia llevada al absurdo, también representa, desde otro punto de vista, el esfuerzo desesperado por resucitar un cuerpo muerto, estereotipo viviente, que ha perdido toda espontaneidad y sensibilidad. Dado que no siente nada, ni lo más insignificante, que su umbral de percepción ha caído en picado, es necesario despertarlo, revivirlo de la manera más brutal y contundente posible. Sólo así siente algo, conducido a un estado de excepción corporal, quien ya no es capaz de sentir sin más, todo aquello que le rodea. La virulencia de la acción, la excepcionalidad, da fe de un embotamiento de los sentidos, es la prueba de la imposibilidad de tener un cuerpo. Una consecuencia lógica es la exaltación del cadáver como verdadero cuerpo; el muerto viviente, el residuo de la vida, resulta ser al final el único modelo de vida humana. La muerte como espejo de una vida agonizante.
XXI
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XX
La inhalación accidental de vapores de amoníaco, unida a un estado de hipotensión, provoca una extraña alucinación visual, asimétrica, sólo perceptible con claridad frente al espejo. Al mirar la propia imagen, se observa una aureola palpitante, una línea en zig zag en blanco y negro que recorre un lado de la cara, de arriba abajo, y a la inversa, chisporroteando por los extremos. El rostro, un lado del rostro, se desfigura, se borra como una pintura bajo los efectos de un disolvente. El espejo permite al perceptor asistir a su propia descomposición visual, a su borradura, esquizofrenia del ojo que contempla una parte de su cuerpo íntegra y la otra desapareciendo en una materia líquida, luminosa, aurora del nacimiento de otra vida en un cuerpo que no nos pertenece. A medida que pasa el tiempo, el efecto es menos acusado, la percepción intenta reconstruir el modelo original, hasta que la imagen del cuerpo vuelve a estar completa. La ficción de la unidad recupera el poder, regresa para reclamar sus derechos. El cuadro queda terminado.
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XIX
Las analogías entre los sistemas mecánicos y las funciones orgánicas, la materia inanimada y la materia viva, son más que obvias. Un ser vivo dotado de intelecto garantiza, atestigua esta unión. Para examinar el fondo de ojo es necesario dilatar la pupilas; la abertura producida por la administración de gotas permite escrutar el interior, ventana abierta a las profundidades de la visión. El resultado de la técnica, al pisar la calle, equivale a una sobreexposición prolongada, en términos fotográficos, y a visiones cercanas a la alucinación visual, a causa de la masiva entrada de la luz solar directa, unida a la mínima profundidad de campo y la dificultad para enfocar los objetos. Se recomienda no conducir hasta pasado un mínimo de cuatro horas. Del mismo modo, la mejor manera de comprobar el estado de una cámara analógica es abrir al máximo el diafragma, pulsar el disparador en posición Bub, para que se retire el espejo y las lentes queden al descubierto, levantar la tapa trasera, y mirar el objetivo para detectar posibles defectos, anomalías, rozaduras o la presencia de hongos. Mirada introspectiva, especulativa, a la máquina óptica de vidrio y metal. Una prueba habitual suplementaria es disparar varias veces como si se tratara de largas exposiciones. La lentitud siempre exige más exactitud, mayor precisión, que la rapidez.
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XVIII
Una joven japonesa, vestida con ropa interior chillona, sentada en el suelo delante de una nevera con las puertas abiertas. Tiene los ojos cerrados; la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba, a la espera de una ofrenda. Un hombre fuera de plano, eyacula en su cara desde la izquierda; el esperma cubre su cara como una máscara de cera. A continuación, desde la derecha, recibe otra eyaculación copiosa, que resbala por sus mejillas. Permanece inmóvil, mártir de una religión desconocida, sin parpadear. El sentido de la escena, del ritual profano, no parece ser otro sino revelar su cuerpo como frontera de lo frío y lo caliente, de lo mecánico y lo orgánico, del artificio y la naturaleza, sólido y líquido; zona de interposición donde se manifiesta LA diferencia, umbral femenino para dos miradas masculinas ausentes. Un velo blanco cubre sus ojos.
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XVII
En la cima helada soplaba el viento; estiró su cuerpo sobre la nieve para disminuir la resistencia. Cada vez que espiraba, el hálito vital era barrido por las corrientes a ras del suelo. En la siguiente espiración, al despedir el vapor de su boca, cerró los ojos justo para tener tiempo de ver cómo se esfumaba el último aliento. Era una secuencia perfecta de desaparición, la conjunción de dos ausencias bajo un telón de fondo blanco. Todo había sido barrido en un doble movimiento. No veía nada. Dejó de respirar. Fundido a blanco.
XVI
Hay determinadas sustancias que representan para el cuerpo verdaderos cambios de velocidad, modificaciones profundas del ritmo biológico. El propranolol produce un enlentecimiento perceptible de las pulsaciones del corazón, como si de repente todo fuera más despacio, a cámara lenta, tanto desde el punto de vista propioceptivo como perceptivo. Corazón lento para un mundo desacelerado. Estamos en otro mundo, en otro cuerpo, difícil de compartir, en un nuevo umbral de experiencia de la cotidianeidad, quizá sin retorno.
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XV
El cuerpo es un complejo heterogéneo, frágil, una composición sensitiva, doliente y placentera con la misma intensidad y casi por las mismas causas. EL dolor sólo puede preocupar y obsesionar a una sociedad indolora e indolente, que no sabe lo que es sufrir de verdad ni quiere saberlo, prefiere ver una imagen del dolor y del sufrimiento atroz, contemplar la máxima crueldad imaginable, antes que padecer la más mínima molestia. Una cosa va con la otra. Es muy fácil sufrir, experimentar el sufrimiento propio o ajeno, basta con ir o vivir en miles de rincones en todo el planeta, incluidos el piso de al lado, la esquina de la calle o el edificio en ruinas del barrio. Se prefiere no hacerlo. El rechazo del dolor implica el olvido del cuerpo, la falsificación de la existencia. Uno mismo nunca sufre, no debería sufrir nunca, es una anomalía; antes bien son los demás los que deben sufrir, es la IMAGEN del otro doliente la que queremos, necesitamos ver, rechazada al infinito hasta desaparecer en el horizonte. El cuerpo es un estorbo, un mal recuerdo de tiempos pasados, objeto predilecto de la nostalgia. Para el individuo del cambio de milenio, la muerte del cuerpo es la única que asegura la supervivencia de la vida humana, a costa de la propia vida. El sacrificio necesario, exigido por el espíritu de la época. No sufrirá; no vivirá, sobrevivirá como humano deshumanizado o animal inanimado. Sentado delante de la pantalla. Para siempre.
XIV
La muerte del hombre, un hecho consumado desde que la tecnología, mediante el uso telemático de perfiles y etiquetas, y la biología, con las pruebas de ADN y los tests biométricos, han vuelto irrelevante, suplantado la identidad personal, era sólo el preludio de algo mucho peor: la muerte del cuerpo. Todos los intentos de reanimación artificial, representan una especie de contagio del cuerpo histérico de la mujer, según las teorías en boga en el siglo pasado, a la sociedad entera. Está en marcha una histeria colectiva corporal. El final anunciado es la parálisis, la rigidez extrema. Hemos perdido el cuerpo, ya no sabemos lo que es tener un cuerpo; los sentidos están anulados, embotados. Visión nula; colapso de las sensaciones. Cuanto más aparece el cuerpo como un residuo, un apéndice inútil para la cibernética, la informática y la genética, más empeño se pone en mantenerlo con vida, en resucitar el cadáver. Desde este punto de vista, el culto al cuerpo desaparecido es el punto de unión de empresas tan dispares como el auge de la dietética, el culturismo, el deporte, sobre todo el extremo, la pornografía, la moda de los tatuajes y las películas de terror. Todas estas prácticas crepusculares están empeñadas en conjurar la pérdida, en resucitar el cuerpo a cualquier precio y en proclamar la vida del rey muerto. Mirad cómo luce; mirad cómo goza; mirad cómo sufre. Pero no hay nada que ver. Es el tumulto propio de un cortejo fúnebre. Por todas partes imágenes de cuerpos perfectos, gozosos hasta el desmayo, o, por el contrario, de cuerpos mutilados, desmembrados, descuartizados, el ojo que sale disparado e impacta en la pantalla del espectador. Tanto da. Se trata de demostrar por las buenas o por las malas que el cuerpo existe. El imaginario de la belleza, del horror o del placer es un intento desesperado de reencarnar una carne disuelta, licuada, en los registros digitales y bancos genéticos. Cuanta más sangre, más esplendor y más lujuria, más fantasmático se vuelve el cuerpo, como si un experto limpiara la escena del crimen, hiciera desaparecer el cadáver sin dejar huella. Lo mejor que podemos hacer no lo hemos hecho nosotros, ni podemos hacerlo: estar vivos; tener un cuerpo.
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XIII
En principio, el triunfo de los tatuajes en la sociedad occidental, su extensión a todas las clases sociales, indicaría un renacimiento del cuerpo, un redescubrimiento de nuestra naturaleza corporal, terrena, después de un período de olvido bajo el influjo civilizador de la tecnología; al mismo tiempo daría lugar al surgimiento de un nuevo tipo de erotismo, significaría la creación de un nuevo cuerpo erótico. Nada más lejos de la realidad. El tatuaje no es sino una forma de ocultar y tapar la pérdida irremediable del cuerpo, y de certificar la imposibilidad del erotismo, la desaparición de todo uso erótico del cuerpo. Cuanto más se añade, menos sensaciones quedan; el sensorio retrocede a pasos agigantados con cada nuevo intento de recuperación, con cada operación cosmética. Nadie sabe ya lo que puede un cuerpo porque conoce demasiado bien por adelantado, antes de experimentarlo, de lo que es capaz. La teoría vuelve innecesaria y superflua la práctica; la imagen suplanta al objeto. La relación sexual se ha vuelto imposible desde el momento en que se ha convertido en una relación pública, en un asunto de relaciones públicas. El porno se mueve en la misma línea que los tatuajes, y lo mismo cabe decir de las películas del género gore o torture-porn. Son el certificado de defunción del cuerpo, que se ha de despedazar, torturar y martirizar hasta el paroxismo porque nadie cree en él, como un niño aburrido que rompe un juguete para ver dentro lo que hay, en un intento desesperado de desvelar sus misterios, de insuflarle vida y continuar jugando para siempre. El juego del cuerpo llegó a su fin; todas las cartas están sobre la mesa. No hay comodines. Está enfadada. Su mejor amiga se ha copiado la idea. Quería tatuarse unos cascos de música en el antebrazo con una frase. Le parecía muy original. Sin la música no podía vivir. Escuchó la frase en una canción de rap. Sin música no hay vida. Habría que decir mejor que la música se ha convertido en algo que no deja vivir, en una forma de aislamiento de la realidad. La omnipresencia de los cascos, de los auriculares, por todas partes y en cualquier momento es una forma de cerrar el pabellón del oído, de no escuchar nada, de volverse sordo. A la ceguera de la pantalla se suma la sordera del altavoz. No bastaba con llevar cascos, había que tatuarse su efigie muda, la imagen de la derrota en el propio cuerpo.
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XII
La natación es de naturaleza alegre, estimulante, porque permite una modificación profunda gracias al contacto con el medio acuoso; el estado sólido, que por unos momentos establece un diálogo con el líquido elemento, se olvida de que pesa, de la pesadez. Nadar es estar en el mundo de otra manera. No obstante, esta ligereza feliz ligada al agua, al chapoteo, a las salpicaduras, se desarrolla en un verdadero mar de lágrimas, porque el agua de las piscinas se ajusta al pH de las lágrimas, 7,4, para intentar paliar las irritaciones oculares.
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XI
AL ir a cruzar el semáforo, una mujer de pelo azabache, con un vestido negro vaporoso hasta las rodillas, ceñido a la cintura, entallado, y con botas negras, se puso a su altura. Entonces la vio. Durante unos segundos dejo que la belleza bañara sus ojos; abrió y entrecerró los párpados varias veces. Giró la vista al frente y empezó a andar, sin mirarla. No sabía si estaba huyendo o confiando en que todo no acabaría aquí; la suerte estaba de su lado, podía oír con una nitidez sorprendente, a pesar de la multitud, el sonido de la suela de goma de sus botas al rozar el suelo. Cerca. Siguió caminando acompañado por el paso rítmico; no veía nada, se negaba a mirar atrás, le perseguía el espectro audible de una belleza inalcanzable, que no quería mancillar.
X
Caminar por los diferentes tipos de terreno provoca una serie de sensaciones físicas, una acción directa de la estructura del suelo sobre el sistema muscular, que a su vez se reelaboran y transforman en estados ligados de conciencia. Al andar por el asfalto, una superficie homogénea, nivelada y abstracta, no tarda en aparecer, junto a cierto entumecimiento de los músculos de las piernas, un sopor característico, una especie de cansancio, un aburrimiento como exponente de reiterar(se) en lo mismo, de seguir adelante sin perspectivas de cambio. Mientras que un camino lleno de piedras y rocas, plagado de matojos a sus bordes, heterogéneo, desnivelado y concreto, funciona como un auténtico estímulo físico y mental, transmite una variedad de sensaciones que cambian a cada instante, nunca es el mismo, es diferente a cada paso. Para el caminante siempre es odioso transitar por carreteras o aceras, dada su pobreza en experiencias, su tono monocromático, y una fuente de alegría volver al camino sin asfaltar. Una de las decisiones que hay que tomar a diario es cuándo y por dónde encaminamos los pasos, vigilar qué pisamos. Andar no es una actividad fútil ni un medio para alcanzar un objetivo, es un acto que vale por sí mismo como experiencia central.
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IX
Un programa de mínimos acerca de la existencia debería evitar la insensibilidad, llegar a un grado tal de aturdimiento que equivalga a una anestesia sensorial. Nadie debería estar tan ajeno al mundo cómo para no sentir las variaciones de una ligera brisa en la cara, el flujo y el reflujo del aire en su infinidad de matices, las pausas, los torbellinos en miniatura que escalan el rostro como si fuera una ladera cuesta arriba. Por unos instantes, el cuerpo entero se convierte en una veleta humana, de carne y huesos, sometida a un pincel eólico que crea una obra efímera e incorporal en la superficie de los cuerpos, interacción entre las moléculas en movimiento y los poros de la piel. La hierba a su alrededor también participa del juego.
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VIII
El momento de la verdad no tiene por qué pertenecer al dominio de las relaciones íntimas; la desnudez es aparente y el contacto se basa en un profundo desconocimiento entre los cuerpos, está cubierto por el velo de la ilusión. Para la mayoría de los hombres, la eyaculación sigue siendo todavía un momento de especial importancia, cargado de un valor casi trascendente y reverencial; en consecuencia, creen que esta visión, que tiene su centro en el falo, es compartida y experimentada por el otro sexo. Nada más lejos de la realidad. Si se pregunta a un grupo de mujeres si alguna vez han notado en su interior el momento exacto de la emisión del semen, no podrán menos que poner cara de sorpresa, esbozar una sonrisa o reír abiertamente ante la ingenuidad o la sobrevaloración que denotan estas palabras. Por su parte, tienen serias dudas de que durante una doble penetración, por ejemplo mediante los dedos y el falo, el sentido del tacto actúe entre las dos vías de entrada y permita percibir desde un lado lo que pasa al otro lado. En el fondo, piensan que todo es fruto de la imaginación, cuando no una exageración del género masculino. Como culmen de esta situación de ignorancia mutua, el campo de las relaciones entre el mismo sexo, potencia esta serie de suposiciones y transposiciones, se vuelve realmente divertida e ingeniosa y alcanza cotas insuperables.
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VII
El diseño de los espacios se adapta con mucha dificultad a los usos y necesidades del cuerpo; el trazado de las líneas maestras, la construcción de las edificaciones y la división de las plantas en áreas geométricas predeterminadas no tiene en cuenta la vida como elemento final del medio artificial creado. La habitabilidad, el ordenamiento del tiempo y el espacio según modelos abstractos, bajo exigencias económicas y de dirección de la conducta, es contraria a la cohabitación del constructor viviente y lo construido inanimado. La arquitectura trabaja de espaldas al tiempo de los cuerpos, al espacio plástico y variable de la materia orgánica, ya sea en las viviendas, los establecimientos comerciales o las grandes superficies. Pero el cuerpo tiene sus propias formas de ganar la partida al espacio no deseado. Una chica queda con un grupo de amigos para ir a comer a una hamburguesería; a continuación, van a los probadores de una conocida tienda de ropa a practicar sexo en grupo, mientras algunos de ellos lo graban con móviles. El remate del día es saltar las taquillas giratorias del metro para entrar sin pagar. El uso, en todos estos casos, desborda las previsiones y la finalidad proyectada, va más allá del proyecto y con ello se acerca a la vida, al ejercicio del cuerpo como esfera de libertad, creación y placer.
VI
La mente, el cuerpo y el mundo alcanzan durante una caída accidental, no premeditada, y tanto más cuanto mayor la altura, una especie de fusión, una armonía discordante, dislocada, difícil de lograr por otros medios. Los límites entre el objeto y el sujeto se desvanecen, la división se abole, caen los muros de la conciencia disueltos en una nube de percepciones heterogéneas, torbellino de sonidos, imágenes, olores y materia desmenuzada. Todo sucede tan rápido, a una velocidad tan elevada, más allá del umbral de reacción, que, a pesar de los desgarros de la piel, de las contusiones, casi no se percibe la sensación del dolor. La gravedad invita al abandono, a caer y dejarse caer, a modo de episodio de vértigo provocado donde todo gira y no para de dar vueltas, pérdida radical de la verticalidad y el sentido de la orientación. El accidente afortunado se revela una forma extrema de experimentación y exploración del espacio, escenario con sombras de muerte, plagado de riesgos mortales.
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V
Frente a la pantalla del televisor o del ordenador, se produce un fenómeno paradójico, un extraño estado corporal y anímico, combinación de una agitación paralizante o un reposo agitado. La intranquilidad característica no se traduce en movimiento o en acción, no tiene un objetivo ni una finalidad aparente; el cuerpo permanece como clavado en el lugar, en un estado de nerviosismo contenido cercano a la catalepsia, que recuerda a la falta de control del cuerpo en los primeros momentos al despertar de la anestesia, unida a una conciencia de estar despierto. Estar sin poder hacer (nada). En el mundo de la experimentación con animales, un caso similar aparece en una forma mutante de Drosophila; la alteración del canal de transporte, mediante el potasio, denominada canal shaker del potasio, provoca un comportamiento excitable, hasta el punto de que incluso las moscas anestesiadas se continúan agitando. El usuario de la máquina sufre una mutación tecnológica parecida, un estado de agitación extrema, incontrolable, próximo al trance, desde el instante en que el monitor se ilumina; la anestesia sigue una vía que no es oral ni subcutánea, va directa al cerebro a través de las ondas luminosas. El cuerpo se enciende y se apaga al ritmo frenético, aunque soporífero, que marca la alimentación del aparato y la sucesión de las imágenes y los sonidos. Dormidos no paramos de movernos.
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IV
Un almendro se transforma en un cuerpo vegetal sonoro, espectáculo visual y acústico, cuando los enjambres de abejas vuelan a su alrededor y liban en sus flores. El zumbido equivale a música celestial; el olor, a néctar de los dioses. Una forma de abandono del contemplador, más allá de sus límites, es focalizar la atención en el árbol hasta que la cabeza, por efecto de la presión interna y la atracción externa, se expanda, disuelva en el medio, y penetre en la corteza. Una vez dentro, prosigue su viaje hasta llegar a la médula, asciende por los tubos de la savia en dirección a los extremos de las hojas, siente el calor del sol que reciben, y alcanza por último la corona de las flores, agitadas por el tenue viento que provocan las alas de los insectos, olor mareante. Todo lo de adentro pasa a afuera, vaciado de la sustancia del cuerpo y de la cabeza, ramificación psíquica y sensorial, que combina la imaginación, el deseo y los sentidos.
III
La santidad, las formas de martirio y mortificación del cuerpo, deberían ser objeto de especial atención y de revisión continua. Bajo un cielo gris y plomizo, una figura femenina, desnuda, cubierta tan sólo por una gabardina, tambaleándose, asciende a duras penas por unas rocas, mientras las olas salpican su cara; como lleva tacones, tropieza más de una vez, está a punto de caerse, pero logra conservar el equilibrio. Sigue el ascenso sin desfallecer, hacia el camino que bordea la costa; su largo pelo rubio es agitado por el viento, la carne rosada, el vello púbico, contrasta con al dureza del mineral que la rodea por todas partes, mar sólido de aristas cortantes. A medida que la elevación sobre el terreno la conduce a su destino, la actriz porno, muerta de frío, después del número de sexo al aire libre que acaba de realizar, se acerca a las cámaras y al micrófono de la entrevistadora que la esperan arriba. Nada más llegar, aterida, con el rimel corrido, los labios rojos despintados, tiritando, apenas oye qué le preguntan y casi que no puede hablar. En un susurro, más que con palabras, responde que no está muy bien pagado, y sí, sí que tiene mucho frío.
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II
El contacto físico crea relaciones duraderas e intensas; este hecho lo saben muy bien el amante y el amado, la madre y el bebé, para su bien, o, en un sentido contrario, el torturador y su víctima, para desgracia de ambos. Los nexos entre lo físico y lo psíquico son inextricables, un laberinto que toma mil formas y se modifica a cada instante. Un transeúnte cualquiera recibe un golpe tremendo, en toda la cara, se tambalea, cae de bruces al suelo; entonces, sin mediar tiempo, duda entre emprender la huida o responder al ataque, lanzarse contra el agresor, quizá piensa o imagina que piensa lo que va a hacer antes de hacerlo. Empieza a sangrar, pero es muy difícil determinar el origen del titubeo, si duda el cuerpo o el alma, si la decisión parte de dentro o de fuera. Al recorrer el camino inverso, de lo psíquico a lo físico, aparecen una multitud de síntomas y signos encabalgados, dolor, palpitaciones, sudoración, aceleración del ritmo cardíaco, herida abierta, correlativos, a modo de reverso del guante, a miedo, angustia, desorientación, incluso pérdida de la conciencia si el golpe ha sido lo bastante fuerte. Una acción siempre es múltiple, seguida de las reacciones correspondientes, y difumina los límites de lo orgánico y lo mental, invalida todo estatuto excluyente, oscurece las vías de comunicación. El verdadero sujeto del acontecimiento, así como la naturaleza del acto, retroceden al infinito, se alejan, cada vez que la investigación avanza; las pistas conducen a un callejón sin salida. Las motivaciones quedan aparte; el transeúnte anónimo, inconsciente en el suelo.
I
El amor es un fenómeno de índole peculiar, un artefacto, un cuerpo extraño enclavado entre los cuerpos, unido de forma inseparable a ellos, pero inaprensible e ilocalizable. Los amantes pueden tocarse, pero aquello que tocan no basta para amar. Potencia desconocida que nubla la visión, enturbia la mirada y recorre la tibieza de la piel en un lapso de tiempo impensable, mientras extiende a su paso el rubor, una ola cálida, rojiza, en medio de temblores, situación límite propensa al desvanecimiento, a la pérdida de sí. Quien no ama no tiene ni conoce cuerpo(s).
0
La paradoja de la teoría corpuscular es la siguiente: no poder ser cuerpo(s) es imprescindible para ser. Imposible necesario del CUERPO respecto a la CABEZA que se basa en un desconocimiento mutuo, un alejamiento progresivo, a modo de membrana elástica sometida a tensión, recorrida por intensidades que aumentan según el gradiente de diferencia, cabeza clavada en una pica a las puertas de la ciudad.
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