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Caminar por los diferentes tipos de terreno provoca una serie de sensaciones físicas, una acción directa de la estructura del suelo sobre el sistema muscular, que a su vez se reelaboran y transforman en estados ligados de conciencia. Al andar por el asfalto, una superficie homogénea, nivelada y abstracta, no tarda en aparecer, junto a cierto entumecimiento de los músculos de las piernas, un sopor característico, una especie de cansancio, un aburrimiento como exponente de reiterar(se) en lo mismo, de seguir adelante sin perspectivas de cambio. Mientras que un camino lleno de piedras y rocas, plagado de matojos a sus bordes, heterogéneo, desnivelado y concreto, funciona como un auténtico estímulo físico y mental, transmite una variedad de sensaciones que cambian a cada instante, nunca es el mismo, es diferente a cada paso. Para el caminante siempre es odioso transitar por carreteras o aceras, dada su pobreza en experiencias, su tono monocromático, y una fuente de alegría volver al camino sin asfaltar. Una de las decisiones que hay que tomar a diario es cuándo y por dónde encaminamos los pasos, vigilar qué pisamos. Andar no es una actividad fútil ni un medio para alcanzar un objetivo, es un acto que vale por sí mismo como experiencia central.