XIII

En principio, el triunfo de los tatuajes en la sociedad occidental, su extensión a todas las clases sociales, indicaría un renacimiento del cuerpo, un redescubrimiento de nuestra naturaleza corporal, terrena, después de un período de olvido bajo el influjo civilizador de la tecnología; al mismo tiempo daría lugar al surgimiento de un nuevo tipo de erotismo, significaría la creación de un nuevo cuerpo erótico. Nada más lejos de la realidad. El tatuaje no es sino una forma de ocultar y tapar la pérdida irremediable del cuerpo, y de certificar la imposibilidad del erotismo, la desaparición de todo uso erótico del cuerpo. Cuanto más se añade, menos sensaciones quedan; el sensorio retrocede a pasos agigantados con cada nuevo intento de recuperación, con cada operación cosmética. Nadie sabe ya lo que puede un cuerpo porque conoce demasiado bien por adelantado, antes de experimentarlo, de lo que es capaz. La teoría vuelve innecesaria y superflua la práctica; la imagen suplanta al objeto. La relación sexual se ha vuelto imposible desde el momento en que se ha convertido en una relación pública, en un asunto de relaciones públicas. El porno se mueve en la misma línea que los tatuajes, y lo mismo cabe decir de las películas del género gore o torture-porn. Son el certificado de defunción del cuerpo, que se ha de despedazar, torturar y martirizar hasta el paroxismo porque nadie cree en él, como un niño aburrido que rompe un juguete para ver dentro lo que hay, en un intento desesperado de desvelar sus misterios, de insuflarle vida y continuar jugando para siempre. El juego del cuerpo llegó a su fin; todas las cartas están sobre la mesa. No hay comodines. Está enfadada. Su mejor amiga se ha copiado la idea. Quería tatuarse unos cascos de música en el antebrazo con una frase. Le parecía muy original. Sin la música no podía vivir. Escuchó la frase en una canción de rap. Sin música no hay vida. Habría que decir mejor que la música se ha convertido en algo que no deja vivir, en una forma de aislamiento de la realidad. La omnipresencia de los cascos, de los auriculares, por todas partes y en cualquier momento es una forma de cerrar el pabellón del oído, de no escuchar nada, de volverse sordo. A la ceguera de la pantalla se suma la sordera del altavoz. No bastaba con llevar cascos, había que tatuarse su efigie muda, la imagen de la derrota en el propio cuerpo.